Mi tío (Lady.Vengeance)
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Mi tío (Lady.Vengeance)
Mi tío siempre fue un personaje excéntrico. Recuerdo que siempre vestía unos pantalones oscuros formales, una camisa de botones blanca, chaleco, chaqueta, y, de sombrero, un bombín, al más puro estilo Charles Chaplin. Hubo una época que hizo la gracia de dejarse bigote, pero su hermana, es decir, mi tía, le mandó afeitárselo.
Era conocido en el pueblo por conocer toda clase de chistes e historias, que contaba como un maestro. Era tan simpático, y la vez educado, que, a quien le caía mal, era por envidia. Siempre era el alma de las fiestas, y en las verbenas era el primero en echarse a bailar, y el último en abandonar la pista de baile cuando la orquesta había acabado su actuación.
Sin embargo, nunca tuvo novia formal, ni, por supuesto, estuvo casado. Se sabe el nombre de un par de chicas que merecieron su atención en su temprana juventud, pero con los años perdió el interés; quizás porque estaba demasiado entusiasmado y entregado a su trabajo.
Estudió la licenciatura de química, pero nunca dio encontrado un trabajo acorde con sus estudios. Desde poco después de acabar la carrera empezó a elaborar una enciclopedia de seres y animales fantásticos. No sé realmente cómo empezó, creo haberle oído decir alguna vez que tuvo la idea al observar una salamandra que adoptaba el color de la sensación de quien la observaba. Es decir, yo estoy con mi novio y miro a la salamandra. Como me siento enamorada de mi novio, la veo roja. Pero él, que está cogiendo frío porque estamos en un lugar húmedo, la ve azul. No estoy segura de si funcionaba así, pero creo que más o menos.
Luego siguió con una piedra-calendario. Sí, una piedra aparentemente normal, pero que tenía gravado el día en el que nos encontrábamos, y al pasar de la medianoche, se cambiaba sólo.
Cuando la noticia de estas observaciones de corrió, llegaron unos extranjeros con un burro, traído desde Portugal. Lo curioso del burro era que, quien lo montaba, se volvía invisible. Más tarde apareció otra gente con un remo de madera indestructible, un pez de colores que memorizaba cifras y las transmitía en forma de burbujas, una lechuga que saltaba, un limonero que daba frutas que a cada estación eran diferentes, una ostra que tenía patas y corría y muchas cosas más.
Hasta que llegaron los alemanes.
Era una noche de invierno, y había temporal. Con el viento y la lluvia apenas escuchamos cómo llamaban a la puerta. Bajé yo misma a abrir, que de aquella debía tener unos 10 años. Después de abrir la puerta sólo recuerdo la imagen de un hombre –aunque sé que eran tres- alto y rubio. Y muy pálido para lo que yo estaba acostumbrada. Me dijo con un acento extraño si vivía en esa casa Rivelino Cambeiro –mi tío- y que, por favor, fuera a avisarlo. Una vez que hube despertado a mi tío no me dejó bajar a ver a los alemanes, pero pude asomarme a una ventana del piso de arriba a mirar. Llegué a tiempo de ver cómo otro hombre rubio –no tan alto y con un chaquetón gruesísimo- empujaba una enorme caja de madera, como las que se usan para llevar gallinas, pero tan grande que podría haber cabido un hombre dentro.
Cuando metieron la caja dentro de la casa, no volví a ver a ningún hombre fuera. Pude escuchar susurros que venían desde la cocina, pero sin poder entender lo que decían. Pensando en que a la mañana siguiente mi tío me explicaría qué había dentro de la caja, como solía hacer, me fui a dormir tranquila.
Me equivoqué. A la mañana siguiente, cuando desperté, mi tío ya no estaba en casa. Bajé al garaje, donde solía trabajar con sus animales y sus cosas, pero tampoco estaba; ni la caja. A la hora de la comida le preguntamos qué había pasado la noche anterior, pero no quiso contestar. Se quedó callado, mirando fijamente el plato, muy serio, como si estuviese enfadado, o muy concentrado, porque mi tío nunca se había enfadado con nada ni con nadie.
Después de esa noche, el carácter de mi tío cambió radicalmente. Ya no contaba chistes, ni salía a la calle contento queriendo hacer sonreír a la gente. Se encerraba en el garaje con una libreta y con muchos libros, y se pasaba horas y horas sin salir de allí. Los de casa no fuimos los únicos que nos dimos cuenta de que no era el mismo, y pronto en el resto del pueblo se empezó a hablar. Se dijeron muchas cosas, pero la que más sentido tenía sostenía que dentro de la caja que habían traído esos hombres había alguien. Sí, una persona, o un ser semihumano, y que mi tío estaba estudiando todos esos libros que se había llevado al garaje. Pero, si había un ser medio humano en el pueblo, cerca de mi casa, para que mi tío pudiese estudiarlo, ¿dónde estaba? Después de esa noche, los alemanes no habían aparecido de nuevo, y era poco probable que se hubiesen llevado la caja. Es decir, ¿habían traído la caja desde sabe Dios dónde para que mi tío la viese durante una noche, y luego volver a llevársela?
También se dijo que la caja, y su habitante, estaban alojados en la posada del pueblo, aunque la dueña siempre lo negó. Pero la verdad es que un par de semanas después de haber visto yo la caja por primera vez, mi tío empezó a frecuentar esa posada, quedándose días y días dentro. Los cotillas y curiosos del pueblo hicieron lo imposible por subir a las habitaciones de la posada, pero la dueña, cada vez menos amable y con menos paciencia, impedía que nadie tuviese acceso al pasillo de arriba.
Intentaron espiar las sombras que había tras las cortinas de las habitaciones, pensando que quizás sabrían lo que había dentro. La dueña ya había previsto el interés que la criatura despertaría, y se preocupó de alojarla, desde el primer día, en las habitaciones que daban a la parte trasera de la posada, que sólo se podían ver bien desde el patio de la posada, o desde las huertas cercanas.
Tanto secretismo hizo saltar, de nuevo, toda clase de teorías sobre qué era esa criatura. Las más devotas decían que era el demonio en persona, que lo habían encontrado en un camino comido por sus propios seguidores: cuervos, lobos, zorros y culebras; y que esos extranjeros, malditos herejes, habían conocido el interés de mi tío –junto con su poca fe, decían en susurros- por las criaturas fantásticas, y entre los cuatro estaban intentando curarlo. Los aficionados a la literatura decían que, como en el relato de Cunqueiro, lo que había dentro de la caja, y dentro de la habitación de la posada, era una sirena. Los más aventureros decían que habían conseguido acorralar a un miembro de la Santa Compaña, a una Estadea, y que estaban obligándole a dejar pasar a todas las almas que tenía encerrada en los montes del pueblo.
Pero yo me había creado una teoría propia. No por ello más real, pero quizás más acertada; había sido la única que había visto la caja –además de mi tío, claro está-, y vivía con él, teniendo acceso a detalles que nadie más podía imaginar. Una tarde que mi tío no estaba en casa bajé al garaje. Tenía tanta o más curiosidad que el resto del pueblo, añadiendo que quería saber qué había hecho cambiar de carácter tan radicalmente a mi tío. Busqué los libros que había estado usando, y quise mirar a ver sobre qué hablaban. Nunca lo supe saber; eran todo letras, no tenían dibujos, ni ilustraciones. Letras y letras, que yo no sabía descifrar. Los libros no me sirvieron de nada, pero más de un día tuve que llevarle un recado a mi tío a la posada. Por supuesto, la dueña no me dejó subir a la habitación; así que le transmití el mensaje y ella fue a decírselo. Cuando bajó, se trajo consigo una bolsa de basura, probablemente de la habitación de mi tío. Cuando creyó que me había ido –en realidad estaba escondida en un portal de una casa- sacó la bolsa a la calle, al contenedor. Me acerqué a ver qué había en la bolsa. Podía haber aparecido cualquier cosa, pero la bolsa, además de un par de papeles garabateados y arrugados, tenía plumas. Muchas plumas, suaves y ligeras, pequeñas y blancas como la nieve, blancas como las sábanas después de llevarlas al campo del clareo a dejarlas al sol.
Días más tarde, me tocó hacer la colada a mí. Con el barreño lleno de ropa de toda la casa, me fui al lavadero. Y mi sorpresa cuando, dentro de los bolsillos de unos pantalones de mi tío, me encuentro un par de plumas como las que había en la bolsa de la posada. Eran un poco más grandes, pero igualmente blancas y suaves.
Pensé en todo lo que podía tener plumas: palomas, gallinas, gaviotas, patos, ocas… pero comparando sus plumas con las que había en los pantalones de mi tío, todas eran correosas y ásperas. Estas plumas tenían que pertenecer a otro ser, mucho más delicado que cualquier ave, por el tamaño de la caja, del tamaño de una persona, y, por el secretismo con el que llevaba mi tío a esa criatura, algo realmente importante. Atando cabos, atando cabos… un ángel. Sí, lo que tenía que haber dentro de esa habitación, lo que había dentro de la caja, tenía que ser un ángel. Cómo lo habían encontrado, y conseguido meter en una caja, hasta traerlo junto a mi tío, no lo sabía.
Acabé de lavar la ropa, y cuando regresé a casa fui directa al garaje. No sabía leer, ni sabía escribir, pero, como pude, transcribí el título de uno de los libros que tenía mi tío (el más grande y más viejo) en un papel. Antes de que se hiciera de noche, corrí a casa del cura, y, pidiéndole por favor que me leyera lo que ponía el papel, me sonrió amablemente. Me dijo que en ese papel estaba escrito el título del libro de los libros, el tomo que contenía toda nuestra fe, el saber cristiano: la Biblia.
Ese ser tenía que ser un ángel.
Desgraciadamente, nunca llegué a poder comprobarlo. Al día siguiente, por la mañana, mi tío bajó de su habitación con una maleta, salió por la puerta, y nunca volvimos a verlo. El ser que se alojaba en la posada desapareció con él… ¿Dios me habría visto adivinar su naturaleza, y les habría mandado irse?
Era conocido en el pueblo por conocer toda clase de chistes e historias, que contaba como un maestro. Era tan simpático, y la vez educado, que, a quien le caía mal, era por envidia. Siempre era el alma de las fiestas, y en las verbenas era el primero en echarse a bailar, y el último en abandonar la pista de baile cuando la orquesta había acabado su actuación.
Sin embargo, nunca tuvo novia formal, ni, por supuesto, estuvo casado. Se sabe el nombre de un par de chicas que merecieron su atención en su temprana juventud, pero con los años perdió el interés; quizás porque estaba demasiado entusiasmado y entregado a su trabajo.
Estudió la licenciatura de química, pero nunca dio encontrado un trabajo acorde con sus estudios. Desde poco después de acabar la carrera empezó a elaborar una enciclopedia de seres y animales fantásticos. No sé realmente cómo empezó, creo haberle oído decir alguna vez que tuvo la idea al observar una salamandra que adoptaba el color de la sensación de quien la observaba. Es decir, yo estoy con mi novio y miro a la salamandra. Como me siento enamorada de mi novio, la veo roja. Pero él, que está cogiendo frío porque estamos en un lugar húmedo, la ve azul. No estoy segura de si funcionaba así, pero creo que más o menos.
Luego siguió con una piedra-calendario. Sí, una piedra aparentemente normal, pero que tenía gravado el día en el que nos encontrábamos, y al pasar de la medianoche, se cambiaba sólo.
Cuando la noticia de estas observaciones de corrió, llegaron unos extranjeros con un burro, traído desde Portugal. Lo curioso del burro era que, quien lo montaba, se volvía invisible. Más tarde apareció otra gente con un remo de madera indestructible, un pez de colores que memorizaba cifras y las transmitía en forma de burbujas, una lechuga que saltaba, un limonero que daba frutas que a cada estación eran diferentes, una ostra que tenía patas y corría y muchas cosas más.
Hasta que llegaron los alemanes.
Era una noche de invierno, y había temporal. Con el viento y la lluvia apenas escuchamos cómo llamaban a la puerta. Bajé yo misma a abrir, que de aquella debía tener unos 10 años. Después de abrir la puerta sólo recuerdo la imagen de un hombre –aunque sé que eran tres- alto y rubio. Y muy pálido para lo que yo estaba acostumbrada. Me dijo con un acento extraño si vivía en esa casa Rivelino Cambeiro –mi tío- y que, por favor, fuera a avisarlo. Una vez que hube despertado a mi tío no me dejó bajar a ver a los alemanes, pero pude asomarme a una ventana del piso de arriba a mirar. Llegué a tiempo de ver cómo otro hombre rubio –no tan alto y con un chaquetón gruesísimo- empujaba una enorme caja de madera, como las que se usan para llevar gallinas, pero tan grande que podría haber cabido un hombre dentro.
Cuando metieron la caja dentro de la casa, no volví a ver a ningún hombre fuera. Pude escuchar susurros que venían desde la cocina, pero sin poder entender lo que decían. Pensando en que a la mañana siguiente mi tío me explicaría qué había dentro de la caja, como solía hacer, me fui a dormir tranquila.
Me equivoqué. A la mañana siguiente, cuando desperté, mi tío ya no estaba en casa. Bajé al garaje, donde solía trabajar con sus animales y sus cosas, pero tampoco estaba; ni la caja. A la hora de la comida le preguntamos qué había pasado la noche anterior, pero no quiso contestar. Se quedó callado, mirando fijamente el plato, muy serio, como si estuviese enfadado, o muy concentrado, porque mi tío nunca se había enfadado con nada ni con nadie.
Después de esa noche, el carácter de mi tío cambió radicalmente. Ya no contaba chistes, ni salía a la calle contento queriendo hacer sonreír a la gente. Se encerraba en el garaje con una libreta y con muchos libros, y se pasaba horas y horas sin salir de allí. Los de casa no fuimos los únicos que nos dimos cuenta de que no era el mismo, y pronto en el resto del pueblo se empezó a hablar. Se dijeron muchas cosas, pero la que más sentido tenía sostenía que dentro de la caja que habían traído esos hombres había alguien. Sí, una persona, o un ser semihumano, y que mi tío estaba estudiando todos esos libros que se había llevado al garaje. Pero, si había un ser medio humano en el pueblo, cerca de mi casa, para que mi tío pudiese estudiarlo, ¿dónde estaba? Después de esa noche, los alemanes no habían aparecido de nuevo, y era poco probable que se hubiesen llevado la caja. Es decir, ¿habían traído la caja desde sabe Dios dónde para que mi tío la viese durante una noche, y luego volver a llevársela?
También se dijo que la caja, y su habitante, estaban alojados en la posada del pueblo, aunque la dueña siempre lo negó. Pero la verdad es que un par de semanas después de haber visto yo la caja por primera vez, mi tío empezó a frecuentar esa posada, quedándose días y días dentro. Los cotillas y curiosos del pueblo hicieron lo imposible por subir a las habitaciones de la posada, pero la dueña, cada vez menos amable y con menos paciencia, impedía que nadie tuviese acceso al pasillo de arriba.
Intentaron espiar las sombras que había tras las cortinas de las habitaciones, pensando que quizás sabrían lo que había dentro. La dueña ya había previsto el interés que la criatura despertaría, y se preocupó de alojarla, desde el primer día, en las habitaciones que daban a la parte trasera de la posada, que sólo se podían ver bien desde el patio de la posada, o desde las huertas cercanas.
Tanto secretismo hizo saltar, de nuevo, toda clase de teorías sobre qué era esa criatura. Las más devotas decían que era el demonio en persona, que lo habían encontrado en un camino comido por sus propios seguidores: cuervos, lobos, zorros y culebras; y que esos extranjeros, malditos herejes, habían conocido el interés de mi tío –junto con su poca fe, decían en susurros- por las criaturas fantásticas, y entre los cuatro estaban intentando curarlo. Los aficionados a la literatura decían que, como en el relato de Cunqueiro, lo que había dentro de la caja, y dentro de la habitación de la posada, era una sirena. Los más aventureros decían que habían conseguido acorralar a un miembro de la Santa Compaña, a una Estadea, y que estaban obligándole a dejar pasar a todas las almas que tenía encerrada en los montes del pueblo.
Pero yo me había creado una teoría propia. No por ello más real, pero quizás más acertada; había sido la única que había visto la caja –además de mi tío, claro está-, y vivía con él, teniendo acceso a detalles que nadie más podía imaginar. Una tarde que mi tío no estaba en casa bajé al garaje. Tenía tanta o más curiosidad que el resto del pueblo, añadiendo que quería saber qué había hecho cambiar de carácter tan radicalmente a mi tío. Busqué los libros que había estado usando, y quise mirar a ver sobre qué hablaban. Nunca lo supe saber; eran todo letras, no tenían dibujos, ni ilustraciones. Letras y letras, que yo no sabía descifrar. Los libros no me sirvieron de nada, pero más de un día tuve que llevarle un recado a mi tío a la posada. Por supuesto, la dueña no me dejó subir a la habitación; así que le transmití el mensaje y ella fue a decírselo. Cuando bajó, se trajo consigo una bolsa de basura, probablemente de la habitación de mi tío. Cuando creyó que me había ido –en realidad estaba escondida en un portal de una casa- sacó la bolsa a la calle, al contenedor. Me acerqué a ver qué había en la bolsa. Podía haber aparecido cualquier cosa, pero la bolsa, además de un par de papeles garabateados y arrugados, tenía plumas. Muchas plumas, suaves y ligeras, pequeñas y blancas como la nieve, blancas como las sábanas después de llevarlas al campo del clareo a dejarlas al sol.
Días más tarde, me tocó hacer la colada a mí. Con el barreño lleno de ropa de toda la casa, me fui al lavadero. Y mi sorpresa cuando, dentro de los bolsillos de unos pantalones de mi tío, me encuentro un par de plumas como las que había en la bolsa de la posada. Eran un poco más grandes, pero igualmente blancas y suaves.
Pensé en todo lo que podía tener plumas: palomas, gallinas, gaviotas, patos, ocas… pero comparando sus plumas con las que había en los pantalones de mi tío, todas eran correosas y ásperas. Estas plumas tenían que pertenecer a otro ser, mucho más delicado que cualquier ave, por el tamaño de la caja, del tamaño de una persona, y, por el secretismo con el que llevaba mi tío a esa criatura, algo realmente importante. Atando cabos, atando cabos… un ángel. Sí, lo que tenía que haber dentro de esa habitación, lo que había dentro de la caja, tenía que ser un ángel. Cómo lo habían encontrado, y conseguido meter en una caja, hasta traerlo junto a mi tío, no lo sabía.
Acabé de lavar la ropa, y cuando regresé a casa fui directa al garaje. No sabía leer, ni sabía escribir, pero, como pude, transcribí el título de uno de los libros que tenía mi tío (el más grande y más viejo) en un papel. Antes de que se hiciera de noche, corrí a casa del cura, y, pidiéndole por favor que me leyera lo que ponía el papel, me sonrió amablemente. Me dijo que en ese papel estaba escrito el título del libro de los libros, el tomo que contenía toda nuestra fe, el saber cristiano: la Biblia.
Ese ser tenía que ser un ángel.
Desgraciadamente, nunca llegué a poder comprobarlo. Al día siguiente, por la mañana, mi tío bajó de su habitación con una maleta, salió por la puerta, y nunca volvimos a verlo. El ser que se alojaba en la posada desapareció con él… ¿Dios me habría visto adivinar su naturaleza, y les habría mandado irse?
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